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Cómo duele el granizo.

El fin de semana empezó tarde y mientras esperábamos a C. y T., vi que junto a la tele estaba la grabadora de video.
«¿Puedes creer que tienes que regresar el casete para poder ver el video?” Me dijo el Divito haciéndome sentir de mil años de edad. “¡Es viejísima esa cámara!” Remató.
La cámara en cuestión había sido hacía poco más de una década, lo último en tecnología y aunque conocía el funcionamiento, me tardé unos minutos en tener una imagen en la tele. El video escogido, ni más ni menos, el día que llegó el Divito al mundo.
“¿Estás segura que lo podemos ver?” Preguntó P.
“¡Ay, claro que sí!” Arrepintiéndome tan pronto como salieron mis palabras.
El video empieza unas semanas antes que el Divito pisara la tierra. Su mamá (mi hermana C.) presume la habitación del bebé, la cuna, la panza. “¿Le gustarán sus patitos de la pared?” y “Miren este trajecito, por si le gustan las motos como a su papá”.
Después, la noche anterior a dar a luz, C. presume su panzita (a la fecha no he conocido panza tan chiquita y miren que el Divito no nació chiquito) y hace la broma de que ya se le rompió la fuente.
Corte directo un bebé recién nacido berrea frente a la cámara, mientras que un doctor le saca la huella de los pies y luego le limpia la tinta con un pedazo de kleenex. La cámara sigue al doctor que carga al bebé como si fuera un tamal, pasándolo de brazo a brazo, luego lo envuelve en una cobijita blanca.
“¡Parezco E.T.!” Grita el Divito.
El bebé sigue llorando, hasta que el doctor lo pone encima del pecho de C. quien contesta con el “Aaaaaayyyyyy” más lleno de sentimiento que jamás he escuchado. Por supuesto que para este instante ya soy un mar de lágrimas. El Divito y P. se burlan de mí.
C. lo acaricia como si fuera de porcelana, aún sobre la mesa del quirófano (fue cesárea), se quita los lentes para darle un beso. Atrás los doctores trabajan en volverle a dejar las entrañas en su lugar.
Han pasado casi 14 años.

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Al día siguiente, sobre la bici casi llegando a la cima de una montaña, nos empieza a llover y no una lluvia de “ay mamá, me estoy mojando” sino una lluvia veraniega del centro de México de “ay mamá, el río de lodo me está llevando”. Contra mis protestas, C. se da la vuelta y comienza el descenso, aunque Divito y T todavía se encuentran en la cima. Unos minutos más tarde, nos alcanzan. A pesar de que le pido al Divito que no me deje, “En todas las películas de terror, siempre se muere la que va hasta atrás de un grupo,” señalo. Pero mis súplicas no son escuchadas y el Divito desaparece, T. pedalea como un loco para alcanzarlo. Me siento feliz, empapada pero feliz. Hacía mucho que no me mojada así. El escandalo de la lluvia me trae un poco de paz y aunque nos faltan 7 km de regreso, todo me parece divertido.
De pronto, la lluvia me empieza a doler en las piernas y en los brazos, como pequeñas agujitas. Está granizando y sólo se pone peor. No hay nada frente a mí más que un campo abierto y un par de torres de alta tensión.
Siempre se muere la última del grupo, pienso, pero no dejo de pedalear. El dolor es más agudo y grito y me quejo (sin bajar un pie de la bici pues, mientras siguiera trepada la posibilidad de que un rayo que cayera encima estaba más lejana). El sonido de la lluvia es tan fuerte que, aunque le grito a C. sé que no me puede escuchar de la misma manera que yo no la puedo escuchar. Sigo pedaleando, aunque por momentos siento como si estuviera remando. Los brazos y las piernas me arden. El dolor es muy intenso, pero no me bajo ni un segundo de la bicicleta. A unos metros veo a C. parada cerca de los árboles que marcan el final del campo abierto. Un rayo cae cerca de ella, sobre los árboles del bosque. Brinca y grita. Pero bueno, al menos ya estamos juntas. Es más difícil que se mueran las dos últimas del grupo.
Al poco tiempo, después de sortear los ríos de lodo que van montaña abajo, T. nos espera y señala el techito de una casa bajo el cual ya se encuentra el Divito refugiado, nos dice que nos esperemos allí, mientras él va por la camioneta. T. salvador, como siempre.
C. y yo abrazamos al Divito, tratando de quitarnos el frío que se nos ha metido a los huesos. Hablamos de la recién vivida aventura y me pide que escriba un blog post. Nos reímos y pensamos en lo delicioso que es un baño de agua caliente. Al Divito le robo unos besos de esos que sé que muy pronto quedaran prohibidos para siempre

En los brazos y piernas me quedan una especie de ronchas rojas, moretones en realidad que después se vuelven morados.

Moraleja: cómo duele el granizo.

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