De cuando te quitas el vestido

En esta etapa de migrante, tengo que estar muy abierta a todo; no solamente se trata de conocer gente nueva, sino de aprender costumbres ajenas, ejercitar mi capacidad de adaptación como si estuviera entrenando para un triatlón y más que nada ponerle mute a todas mis inseguridades. La delicia de esta etapa es que no tengo mucho (iba a poner nada pero sería una exageración) lo que sí tengo son muchos espacios en blancos o vacíos y me estoy dando, por primera vez en la vida, la oportunidad de escoger (hand-picked) lo que quiero que ocupe esos espacios. Es por eso que tengo que intentar y probar de todo; desde salir a tomar un café con una perfecta desconocida hasta formar parte de actividades que no tenía la menor idea que existían. Quiero creer que dejé, como la mayoría de mis muebles y demás pertenencias, mis prejuicios en México. Pero eso esa demasiado petulante, simple y llana presunción.

El martes conocí a una chica, Molly, en una de mis reuniones de networking. Ella se dedica a dar terapia del Método Grinberg y a todos los participantes de aquel desayuno nos ofreció una sesión gratis. Yo gratis hasta puñaladas así que hice una cita en el instante.

La cita fue ayer. No sé si por desidia o distracción pero no se me ocurrió hacer una búsqueda rudimentaria en Google del Método Grinberg y me aventé como gorda en tobogán, sin ver a qué iba. Llegué muy puntual a la cita en un consultorio que decía “Wellness Center” y eso me dio tranquilidad. Me recibió un amable recepcionista por mi nombre y me hizo llenar un cuestionario típico de salud: diabetes, medicinas, blah blah blah, casi a nada le puse palomita.

Finalmente apareció Molly, me pasó a un cubículo con vista al centro de la ciudad, me pidió que me quitara los zapatos y me subiera a una cama de masaje. La cama tenía una especie de respaldo para que me sentara con las piernas extendidas mientras  ella ocupó una silla al pie de la cama con vista directa a mis pies. Esa fue la primera alarma y la primera ola de preocupación (todavía no llegaba la vergüenza), acompañada del pensamiento “va a ver lo feo que son mis pies” como cereza en el pastel. Ese fue sólo el principio, después de hablar un poco de mis pocos pero muy localizados males, me pidió que me quitara el vestido. Mi alarma interior se soltó con todo (no como la de incendio, robo o temblor sino más parecida a la de cataclismo nuclear, meteorito impactando la tierra, etc.). Aunque aclaro que esto fue no porque tuviera miedo o preocupación por mi seguridad física, sino por el instantáneo y apabullante sentimiento de vergüenza que me invadió y que se tradujo en una especie de pánico acompañado de una inmediata fina capa de sudor que me recorrió el cuerpo. Fantástico. Encuerada y sudada, ¡cuánto glamour!

Es normal, pensé, en un masaje te tienes que desvestir, pero ¿dónde está el vestidor y la batita?. No había vestidor y menos batita.

Dudé por unos minutos y ella sintió mi reticencia. “No te tienes que quitar el vestido, pero es mejor,” dijo. Es mejor, pensé y me quité el vestido a pesar del pánico de acordarme mientras me sacaba el vestido por la cabeza que no había combinado el color de mis calzones con el de mi bra, ese pensamiento fue prólogo de toda una larga lista de imperfecciones que tengo bastante bien ubicadas y que se tradujeron en una segunda e inmediata ola de vergüenza. Me va a ver las estrías, mi lonjita, mis muslos se van a ver gordos y mi panza…. Ay mi panza ¿por qué se me ocurrió tragonearme una pizza justo antes de venir a esto? Aún así cargué con mi vergüenza y me acosté en la cama de masaje.

Para mí, la mejor manera de explicar el Método Grinberg es como una especie de masaje que te hace consciente de tu cuerpo. En mi caso se trató de mi abdomen bajo. A través de la respiración tuve que relajarlo. Molly me tuvo que repetir varias veces que dejara de meterlo y me concentrara en sentirlo. Me tardé un rato en relajarme lo suficiente y no estar como siempre; “panza metida, tensionada, no vaya a ser que me salga la panza y, dios no lo permita, me vea gorda”. Lo mismo pasó con mis piernas. “Relájalas, deja que caigan sobre la mesa, no tienes que estar derecha”, dijo Molly tres veces. Y por supuesto la misma historia con manos, cuello, todo. Mi mayor sorpresa fue la cara de felicidad y fascinación de Molly cuando habló de mi abdomen bajo – que estaba trabajando arduamente en la digestión de la pizza – “siente la magia que está sucediendo ahí”.

Todo lo que hace mi cuerpo lo doy por hecho, hasta que no lo hace. Pero acepto con mucha pena que posiblemente la mayor vergüenza que siento o tengo viene de él. Estoy gorda, no hago suficientes abdominales, tengo estrías y/o celulitis, me salió un pelo a mitad del pecho.. cualquiera que viva dentro del cuerpo de una mujer sabe muy bien cómo va esta eterna discusión. Y sí, sentí mi panza, mi respiración, mi pulso, mi piel, pero sobre todo la armonía y tranquilidad a pesar de un sistema en feliz proceso digestivo. No tengo idea si voy a volver, pero fue un gran descubrimiento para mí.

Al final, le dije a Molly que me había intimidado la parte de “quítate del vestido”. Me dijo que era algo que cuando ella estudió el Método en Alemania, también tuvo sus dudas de traerlo a Canadá. “A las alemanas les vale y se quitan hasta el brassiere. Pero tú no eres canadiense, no tienes esos problemas”.

No, peor aún soy latinoamericana, soy mexicana y nos metieron la vergüenza al cuerpo hasta el tuétano.  Pero me prometo que ya no más.

 

 

 

 

 

 

 

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agosto 21, 2014 · 2:41 pm

El increíble hecho del Bosón de Higgs

[…] Una vez, cada varios miles de millones de impactos, aparece un bosón de Higgs . El momento no puede ser detectado directamente así que no desencadena una celebración, no hay champaña. Pero el bosón de Higgs es inestable y se separa en una cascada de partículas. Después de billones de choques, los fragmentos de Higgs pueden acumularse estadísticamente lo suficiente para formar una curva en una gráfica. Y entonces se hizo un descubrimiento.

What is the Higgs? The New York Times

Eso, los miles de millones de impactos que provocaron los científicos obsesionados con demostrar la existencia del bosón de Higg, es perseverancia.

Pero la explicación para simples mortales del New York Times es poesía.

Momentos que no pueden ser detectados directamente, que no desencadenan una celebración, que no provocan que se abra una botella de champaña,  pero que después de ser repetidos las suficientes veces, se vuelven un éxito. Porque creyeron lo suficiente y no claudicaron en el intento.

Peter Ware Higgs de 84 años se interesó en «la masa» hace casi de 50 años, tiempo que  tomó demostrar la teoría de las partículas simples, aquella que es vista como el agente responsable para todas las masas del universo, la cosita que provoca el Big Bang , «la partícula de Dios». François Englert (81 años) junto con Robert Brout (quien murió hace un par de años a los 83 años) llegaron a la misma conclusión casi al mismo tiempo.

Sin embargo, los científicos de la Organización Europea para la Investigación Nuclear tardaron casi 50 años en probarlo y el año pasado lo hicieron después de gastar 13.25 miles de millones de dólares. Por su teoría, Higgs y Englert ganaron el Premio Nobel el día hoy.

Toma tiempo lo que vale la pena.

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A punto de ser arsénico

Hoy amanecí muy feliz  y me pareció apropiado comunicarlo. Y eso que en un rato me voy a uno de esos viajes de trabajo que en mi parecer deberían ser anulados del mundo laboral.

A unos días de cumplir 33 (siéntanse muy viejos todos aquellos que me conocen desde siempre en especial mis hermanos), me llegó este texto de Oliver Sacks (el autor de Despertares), quien hace poco cumplió 80 años. Debo de admitir que 33 se me hace un número abrumador por todo lo que implica. Evidentemente al ser comparado con 80 no es más que una salpicada. Pero, aquí estoy y como dice P., es lo que es.

Este es el link del texto.

http://elpais.com/elpais/2013/07/10/opinion/1373457617_864305.html

De acuerdo a su teoría de la tabla periódica y los números atómicos, a partir de la semana que viene seré Arsénico (obvio lo tuve que buscar pues mi conocimiento de la tabla periódica se perdió hace 14 años). Arsénico no es el elemento de la tabla periódica más emocionante y elegante, pero puede ser letal. Les dejo este párrafo del texto de Sacks que es lo que ha estado revoloteando en mi cabeza desde que ayer lo leí.

«En las largas horas que siguieron me asaltaron los recuerdos, tanto los buenos como los malos. La mayoría surgían de la gratitud: gratitud por lo que me habían dado otros, y también gratitud por haber sido capaz de devolver algo

…. Me siento agradecido por haber experimentado muchas cosas –algunas maravillosas, otras horribles».

Pues a ver qué viene… estoy segura que será lo mejor, aunque no sea lo más bueno.

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Cómo duele el granizo.

El fin de semana empezó tarde y mientras esperábamos a C. y T., vi que junto a la tele estaba la grabadora de video.
«¿Puedes creer que tienes que regresar el casete para poder ver el video?” Me dijo el Divito haciéndome sentir de mil años de edad. “¡Es viejísima esa cámara!” Remató.
La cámara en cuestión había sido hacía poco más de una década, lo último en tecnología y aunque conocía el funcionamiento, me tardé unos minutos en tener una imagen en la tele. El video escogido, ni más ni menos, el día que llegó el Divito al mundo.
“¿Estás segura que lo podemos ver?” Preguntó P.
“¡Ay, claro que sí!” Arrepintiéndome tan pronto como salieron mis palabras.
El video empieza unas semanas antes que el Divito pisara la tierra. Su mamá (mi hermana C.) presume la habitación del bebé, la cuna, la panza. “¿Le gustarán sus patitos de la pared?” y “Miren este trajecito, por si le gustan las motos como a su papá”.
Después, la noche anterior a dar a luz, C. presume su panzita (a la fecha no he conocido panza tan chiquita y miren que el Divito no nació chiquito) y hace la broma de que ya se le rompió la fuente.
Corte directo un bebé recién nacido berrea frente a la cámara, mientras que un doctor le saca la huella de los pies y luego le limpia la tinta con un pedazo de kleenex. La cámara sigue al doctor que carga al bebé como si fuera un tamal, pasándolo de brazo a brazo, luego lo envuelve en una cobijita blanca.
“¡Parezco E.T.!” Grita el Divito.
El bebé sigue llorando, hasta que el doctor lo pone encima del pecho de C. quien contesta con el “Aaaaaayyyyyy” más lleno de sentimiento que jamás he escuchado. Por supuesto que para este instante ya soy un mar de lágrimas. El Divito y P. se burlan de mí.
C. lo acaricia como si fuera de porcelana, aún sobre la mesa del quirófano (fue cesárea), se quita los lentes para darle un beso. Atrás los doctores trabajan en volverle a dejar las entrañas en su lugar.
Han pasado casi 14 años.

****

Al día siguiente, sobre la bici casi llegando a la cima de una montaña, nos empieza a llover y no una lluvia de “ay mamá, me estoy mojando” sino una lluvia veraniega del centro de México de “ay mamá, el río de lodo me está llevando”. Contra mis protestas, C. se da la vuelta y comienza el descenso, aunque Divito y T todavía se encuentran en la cima. Unos minutos más tarde, nos alcanzan. A pesar de que le pido al Divito que no me deje, “En todas las películas de terror, siempre se muere la que va hasta atrás de un grupo,” señalo. Pero mis súplicas no son escuchadas y el Divito desaparece, T. pedalea como un loco para alcanzarlo. Me siento feliz, empapada pero feliz. Hacía mucho que no me mojada así. El escandalo de la lluvia me trae un poco de paz y aunque nos faltan 7 km de regreso, todo me parece divertido.
De pronto, la lluvia me empieza a doler en las piernas y en los brazos, como pequeñas agujitas. Está granizando y sólo se pone peor. No hay nada frente a mí más que un campo abierto y un par de torres de alta tensión.
Siempre se muere la última del grupo, pienso, pero no dejo de pedalear. El dolor es más agudo y grito y me quejo (sin bajar un pie de la bici pues, mientras siguiera trepada la posibilidad de que un rayo que cayera encima estaba más lejana). El sonido de la lluvia es tan fuerte que, aunque le grito a C. sé que no me puede escuchar de la misma manera que yo no la puedo escuchar. Sigo pedaleando, aunque por momentos siento como si estuviera remando. Los brazos y las piernas me arden. El dolor es muy intenso, pero no me bajo ni un segundo de la bicicleta. A unos metros veo a C. parada cerca de los árboles que marcan el final del campo abierto. Un rayo cae cerca de ella, sobre los árboles del bosque. Brinca y grita. Pero bueno, al menos ya estamos juntas. Es más difícil que se mueran las dos últimas del grupo.
Al poco tiempo, después de sortear los ríos de lodo que van montaña abajo, T. nos espera y señala el techito de una casa bajo el cual ya se encuentra el Divito refugiado, nos dice que nos esperemos allí, mientras él va por la camioneta. T. salvador, como siempre.
C. y yo abrazamos al Divito, tratando de quitarnos el frío que se nos ha metido a los huesos. Hablamos de la recién vivida aventura y me pide que escriba un blog post. Nos reímos y pensamos en lo delicioso que es un baño de agua caliente. Al Divito le robo unos besos de esos que sé que muy pronto quedaran prohibidos para siempre

En los brazos y piernas me quedan una especie de ronchas rojas, moretones en realidad que después se vuelven morados.

Moraleja: cómo duele el granizo.

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Mojado y solitario. Así empieza el día.

Mi despertador suena infamemente a las 5.45 am y estuve tentada a ponerle  5 minutos más si no fuese por el hecho de que esta vez también despierta a P. No me queda de otra más que vestirme, sin embargo no es hasta que abro la puerta de la calle que me doy cuenta que está lloviendo. Pienso en regresar a la cama, pero ya estoy vestida y despierta,  para asegurar la continuación de mi movimiento, evoco todas las galletas del día anterior que me había tragoneado (del verbo tragonear, búsquenlo en la RAE).

No hay nadie en la calle, nadie corriendo, nadie paseando al perro. Mojado y solitario. Así empieza el día.

Son días raros en México. Días de expectativa y baja tolerancia. 10 días para las elecciones.

Bajo la lluvia cuelga la basura electoral, candidatos de plástico que le sonríen a todos y a nadie. Fotos de estudio con alto nivel de manipulación en photoshop, nos ven a los ojos y nos dicen estupideces mudas. “Es como tú” o “Por una nueva Miguel Hidalgo” (el PRI por supuesto).

La mayoría sabe por quien votar y se sienten poseedores de verdades absolutas. Yo todavía no sé cual será mi voto. Depende el día y la hora que se me pregunte. Al parecer el voto se reduce en extraña paradoja: Escoger lo viejo para llegar a lo nuevo  o escoger lo nuevo para llegar a lo viejo. Qué terrible decisión que me deja una sensación de precipicio.

Después de nosécuantosabdominales, sigo sin saber por quien votar.

 

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Amo ROMA

Antes de que comiencen los regaños por haberlo abandonado tanto tiempo, querido lector, voy a contar lo que sucedió el jueves pasado: la presentación oficial en Casa Lamm de la guía de 100 experiencias de la Colonia Roma en la que su servilleta participó.
Durante la presentación y con el salón a reventar, Alonso Vera, quien me invitó a participar, le preguntó a Maru Monroy, directora editorial, cual había sido la experiencia que más le había gustado. Maru leyó una de las mías.
Piel chinita y lágrimas en los ojos, seguido por el golpe de emoción que siempre me da cuando a alguien le gusta algo mío (“No sabía cual texto tuyo escoger”, me dijo después Maru). No es este el momento para pedir disculpas por abandono, se me ocurren muchas excusas que hoy no quiero exponer, sin embargo aquí estoy. Hagamos como que no pasó nada y olvidemos mi abandono de 3 (sí, perdón 3) meses.

Les dejo una de las 17 experiencias con las que participé en AMO Roma.

La Roma inclinada

Caminar por las calles de la Roma puede ser comparado con ingerir algún psicodélico: el suelo del barrio parece moverse en olas y ese bamboleo ha ladeado casas y edificios. Algunas construcciones se han inclinado elegantemente hacia el mismo lado, algunas otras lo hacen anárquicamente sin importar su derredor. Sin embargo las casas no pierden su majestuosidad y portan con orgullo sus hundimientos, como cicatrices de batalla. En este rincón de la ciudad parecen no existir las líneas rectas y las construcciones ladeadas, inclinadas y hundidas son precursoras de otras corrientes arquitectónicas más orgánicas y recientes.

Toda la Roma, a todas horas, siempre.

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El principio (o la última vez que Ana jugó futbol)

La conocí hace casi 27 años. El primer recuerdo del que tengo conciencia de Ana es jugando futbol con los niños, corriendo de lado a lado con su pelo oscuro flotando detrás. Dicen que uno a veces habla tanto de los recuerdos que, aunque no los hayas vivido, la memoria los reconstruye. Tal vez este sea el caso. A través de las décadas, hemos hablado, compartido y comparado recuerdos tantas veces que ya no sé cuales pertenecen a cada quien.

Por años me reclamó que yo dije que podíamos ser amigas, siempre y cuando, dejara de jugar futbol o alguna exageración del estilo. Mi recuerdo no va por allí, éramos, ya desde entonces un par de misfits, inadaptadas en el patio del colegio, que se supieron reconocer y unir fuerzas frente a la Big Bully, niña maldita que todavía me atormenta en mis pesadillas.

El hecho es que a Ana le dijeron que no podía jugar en la selección de futbol de preescolar. Eran otros tiempos. Se aceptó la decisión del entrenador sin chistar y a Ana no le quedó de otra que ser mi amiga. Aquí seguimos, sin tener que explicarnos, tantos años después. Ella del otro lado del charco, yo a 10 kilómetros de donde nos conocimos.

Para mí ese día en la cancha improvisada en el patio de preescolar fue mi primer momento Casablanca de la vida, “This is the beginning of a beautiful friendship.” No tenía idea en la que me metí; peleas, lágrimas, risas, confesiones, abrazos, largas distancias, promesas, silencios, ruidos, pausas, coincidencias, desencuentros, consuelo, costumbres, vida, continuidad.

Debo reconocer que desde entonces no me ha ido nada mal con los momentos Casablanca.

Y Ana jamás volvió a jugar futbol

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Insulto, halago, observación, verdad.

Hace algunos días alguien  a quien a veces le pongo atención me dijo,  “eres una niña”. Yo estaba un poco molesta, seguramente tenía la pupila dilatada, la cara roja y movía la cabeza de lado a lado en señal de desacuerdo.  Las tres palabras me supieron a insulto y protesté. “Eres una niña”, repitió. Pero esta vez no me lo tomé a insulto de primaria y las palabras entraron más fácil en mi bélica cabecita.

Llevan varios días acampando en mi mente. Titilante inmadurez, la mía.

 A pesar de pagar impuestos, la renta, la luz, tener demasiados 12 meses sin intereses encima, recibir una quincena, hacerme el Papanicolaou con regularidad, ponerme bloqueador en la cara religiosamente, tener la FIEL del SAT, una visa para trabajar en Estados Unidos, una cuenta de ahorro,  no soy un adulto.

No sé en que consista ser adulto. Tengo amigas que lo son desde los 17 años. Seriedad y madurez. Pupilas que no se dilatan durante el enojo, que hablan de política sin exaltarse, que no les gusta ver películas en donde los animales hablan o leer cuentos en donde las ilustraciones son el cuento mismo, que gozan de toda la sensatez que a mí me falta. Tengo otras que les llegó la adultez de súbito con el nacimiento de su primer hijo y otras que cuando parece conveniente lo son.
A veces pienso en ese antiquísimo recuerdo de cuando tenía 4 años en los que pensaba que uno se convertía en adulto a los 15 años. Me sonaba lógico, como ahora me suena que los 40 trae consigo la sensatez y la claridad, aunque la vida demuestre lo contrario. ¿O serán los 50?

“Eres una niña”, insulto, halago, observación, verdad.

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Cualquiera, señora.

Domingo nublado y frio  que me sorprende al salir. Todavía soñolienta, a pesar de que ya pasan de las 11 am, voy en busca de un café (el segundo del día) y un panecito que haga las veces de desayuno. Los pocos caminantes que cruzo abrazan un abrigo, una chamarra. Me regaño por haber caído en la provocación de un delgado suéter y más porque en esta época vivo con frío. Mis ojos registran una silueta aún lejos y en cada paso la distancia se hace más pequeña. Lo tengo de frente por varios segundos: un hombre con abrigo  oscuro fino y pantalón de vestir, buena camisa. Cruzamos las miradas, mis labios rompen en una sonrisa, pero los músculos de su mandíbula se jalan, sus labios tiemblan. La sonrisa cae al suelo. No es correspondida. Mi trayectoria me chupa, empujo la puerta y entro al café.

Siento leve sensación de fracaso. En esta ciudad la sonrisa es un arma blanca que abre caminos, empuja y libera. De ahí que el episodio se convierta en obsesión, en evidencia de un fracaso.

Observo al sujeto a través del cristal, lo miro detenidamente, buscando explicación. Con inmediatez, lo decido no sólo extranjero, sino israelita por ese je-ne-sais-quoi de no ser ni europeo, ni americano, ni latino, ni asiático, ni de todos esos lugares que cruzan mi mente en nanosegundos, pero eso sí,  poseedor de estilo palpable. Además de varios gramos de sofisticación que le aporta traer un par de zapatos de diseñador, sumo el pelo corto canoso, los ojos que revolotean por todos lados, la libreta en la que apunta todo, la fuerza de la mandíbula y el pedazo de evidencia máximo: la falta de sonrisa hacia mí. Resulta evidente: se trata de un agente del Mossad.  Un James Bond de la tierra de Abraham, Jacobo, David y Sara.

El aire se electrifica al enterarse de la presencia del Agente. El silencio nos cubre a todos, sólo queda el impertinente sonido de un villancico (¡por favor, ya es 15 de Enero!). Otras mujeres lo observan.  Todos sabemos quién es en el mismo instante. ¿Acaso fui yo la que lo comunicó, lo trasmitió? Pero no, la boca todavía me sabe a fracaso.  (“No te pudo sonreír. ¿Cómo te iba a sonreír? ¡No sabe sonreír!”)

A veces cambia de posición y da unos cuantos pasos a la izquierda y otros cuantos más a la derecha. La señora frente a mí (que viene de pants) se para más derecha y manda a los hijos con la nana, como si espantara moscas. (¿Ve usted por qué debe estar prohibido salir de su casa en pants?) Todos esperamos algo. Los segundos se hilan en minutos y nadie quita los ojos del Agente.  Detrás el barista distraído sirve cafés con tanta lentitud,  dejando escapar miradas a la ventana.

De pronto, una señora aparece en la banqueta, una señora que a leguas se ve viene disfrazada de normal, de señora cualquiera, con peinado de salón (pero de tan buen salón que no parece de salón) manos largas, blancas, suaves, discretos anillos.  Pero lo que la distingue es el brillo aquel endémico del dinero y el poder. El Agente se acerca a una camioneta plateada genérica que raya en el anonimato y abre la puerta trasera. La señora sube y ambos, en cuestión de segundos, desaparecen. El aire tarda rato en perder su electricidad.

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Re-encuentros

Nunca como a las 4.30 pm de la tarde pero estuve fuera de la oficina todo  el día. Así que después de resolver un par de pendientes, echarme el chisme  oficinista y ver el sitio web “de ondita” del momento, salgo, más por costumbre, a comprar una ensalada. Las nubes grises amenazantes de diluvio universal parecen haberse tomado un descanso. Sol.  Camino lento en la acera cuando veo a un hombre que me recuerda a alguien con el que fui a la universidad. Me queda la duda y me paro unos instantes a escuchar su voz. Está sentado en una mesa, de espaldas a mí, con alguien más. Cuatro palabras. “Es por eso que…” No le pongo atención a la quinta, no me queda la menor duda. Me paro en frente de su mesa y sonrío. Su mirada, un tanto irritada por la interrupción, me voltea a ver. “¡Chiquis!” Acto siguiente mis pies dejan el suelo por el abrazo enorme en el que me envuelve. Besos y abrazos y no-los-puedo-creer. Y es que, a pesar de todo, sigue existiendo ese maravilloso momento en el que te cruzas por la calle con un viejo amigo.  

El Gallo no fue el único.

Hipólito se presentó en mi casa 15 años después de la última vez que nos vimos. “Creciste de la última vez que te vi”, dijo a la vez que buscaba los tacones de mis botas. “Claro, seguro me eché el último estirón después de que te fueras”. 

Duns volvió como si nunca se hubiera ido, como si la última vez que nos viéramos no fuera en su piso de Madrid, sino en la calle, afuera del súper y tener una sesión farolera (dícese de la plática rápida que se lleva a cabo debajo de un farol y en la que se pone una al corriente del mayor número de pormenores que quepan en esa sesión). Esta vez no fue así, aunque la abracé y sentí una especie de alivio de volverla a tener cerca y decirle “neighbor”. Dunia y su empalagoso espanglish. La vi guapa, contenta, abrumada por haber regresado y encontrarnos a todos igual (en el mismo lugar y con la misma gente) y ella tan diferente.  

¿Y qué tal Elías que después de un receso de 4 años me lleva a comer un lunes cualquiera? “Prométeme que no va a volver a pasar tanto tiempo” “Lo prometo”.

Viejas amistades que vuelven, regresan. La sensación de que no pasa el tiempo. Y si pasa, no lo hace entre nosotros. Conversaciones que se quedan pendiente años pero que al final tenemos la dicha de volver a retomar. Y aquellas conversaciones que nunca dejamos de tener: “Esta conversación la tuvimos hace 4 años un jueves de octubre a las 12 pm. ¿Te acuerdas?” “No, pero seguramente tienes razón…”

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