En esta etapa de migrante, tengo que estar muy abierta a todo; no solamente se trata de conocer gente nueva, sino de aprender costumbres ajenas, ejercitar mi capacidad de adaptación como si estuviera entrenando para un triatlón y más que nada ponerle mute a todas mis inseguridades. La delicia de esta etapa es que no tengo mucho (iba a poner nada pero sería una exageración) lo que sí tengo son muchos espacios en blancos o vacíos y me estoy dando, por primera vez en la vida, la oportunidad de escoger (hand-picked) lo que quiero que ocupe esos espacios. Es por eso que tengo que intentar y probar de todo; desde salir a tomar un café con una perfecta desconocida hasta formar parte de actividades que no tenía la menor idea que existían. Quiero creer que dejé, como la mayoría de mis muebles y demás pertenencias, mis prejuicios en México. Pero eso esa demasiado petulante, simple y llana presunción.
El martes conocí a una chica, Molly, en una de mis reuniones de networking. Ella se dedica a dar terapia del Método Grinberg y a todos los participantes de aquel desayuno nos ofreció una sesión gratis. Yo gratis hasta puñaladas así que hice una cita en el instante.
La cita fue ayer. No sé si por desidia o distracción pero no se me ocurrió hacer una búsqueda rudimentaria en Google del Método Grinberg y me aventé como gorda en tobogán, sin ver a qué iba. Llegué muy puntual a la cita en un consultorio que decía “Wellness Center” y eso me dio tranquilidad. Me recibió un amable recepcionista por mi nombre y me hizo llenar un cuestionario típico de salud: diabetes, medicinas, blah blah blah, casi a nada le puse palomita.
Finalmente apareció Molly, me pasó a un cubículo con vista al centro de la ciudad, me pidió que me quitara los zapatos y me subiera a una cama de masaje. La cama tenía una especie de respaldo para que me sentara con las piernas extendidas mientras ella ocupó una silla al pie de la cama con vista directa a mis pies. Esa fue la primera alarma y la primera ola de preocupación (todavía no llegaba la vergüenza), acompañada del pensamiento “va a ver lo feo que son mis pies” como cereza en el pastel. Ese fue sólo el principio, después de hablar un poco de mis pocos pero muy localizados males, me pidió que me quitara el vestido. Mi alarma interior se soltó con todo (no como la de incendio, robo o temblor sino más parecida a la de cataclismo nuclear, meteorito impactando la tierra, etc.). Aunque aclaro que esto fue no porque tuviera miedo o preocupación por mi seguridad física, sino por el instantáneo y apabullante sentimiento de vergüenza que me invadió y que se tradujo en una especie de pánico acompañado de una inmediata fina capa de sudor que me recorrió el cuerpo. Fantástico. Encuerada y sudada, ¡cuánto glamour!
Es normal, pensé, en un masaje te tienes que desvestir, pero ¿dónde está el vestidor y la batita?. No había vestidor y menos batita.
Dudé por unos minutos y ella sintió mi reticencia. “No te tienes que quitar el vestido, pero es mejor,” dijo. Es mejor, pensé y me quité el vestido a pesar del pánico de acordarme mientras me sacaba el vestido por la cabeza que no había combinado el color de mis calzones con el de mi bra, ese pensamiento fue prólogo de toda una larga lista de imperfecciones que tengo bastante bien ubicadas y que se tradujeron en una segunda e inmediata ola de vergüenza. Me va a ver las estrías, mi lonjita, mis muslos se van a ver gordos y mi panza…. Ay mi panza ¿por qué se me ocurrió tragonearme una pizza justo antes de venir a esto? Aún así cargué con mi vergüenza y me acosté en la cama de masaje.
Para mí, la mejor manera de explicar el Método Grinberg es como una especie de masaje que te hace consciente de tu cuerpo. En mi caso se trató de mi abdomen bajo. A través de la respiración tuve que relajarlo. Molly me tuvo que repetir varias veces que dejara de meterlo y me concentrara en sentirlo. Me tardé un rato en relajarme lo suficiente y no estar como siempre; “panza metida, tensionada, no vaya a ser que me salga la panza y, dios no lo permita, me vea gorda”. Lo mismo pasó con mis piernas. “Relájalas, deja que caigan sobre la mesa, no tienes que estar derecha”, dijo Molly tres veces. Y por supuesto la misma historia con manos, cuello, todo. Mi mayor sorpresa fue la cara de felicidad y fascinación de Molly cuando habló de mi abdomen bajo – que estaba trabajando arduamente en la digestión de la pizza – “siente la magia que está sucediendo ahí”.
Todo lo que hace mi cuerpo lo doy por hecho, hasta que no lo hace. Pero acepto con mucha pena que posiblemente la mayor vergüenza que siento o tengo viene de él. Estoy gorda, no hago suficientes abdominales, tengo estrías y/o celulitis, me salió un pelo a mitad del pecho.. cualquiera que viva dentro del cuerpo de una mujer sabe muy bien cómo va esta eterna discusión. Y sí, sentí mi panza, mi respiración, mi pulso, mi piel, pero sobre todo la armonía y tranquilidad a pesar de un sistema en feliz proceso digestivo. No tengo idea si voy a volver, pero fue un gran descubrimiento para mí.
Al final, le dije a Molly que me había intimidado la parte de “quítate del vestido”. Me dijo que era algo que cuando ella estudió el Método en Alemania, también tuvo sus dudas de traerlo a Canadá. “A las alemanas les vale y se quitan hasta el brassiere. Pero tú no eres canadiense, no tienes esos problemas”.
No, peor aún soy latinoamericana, soy mexicana y nos metieron la vergüenza al cuerpo hasta el tuétano. Pero me prometo que ya no más.